martes, diciembre 26, 2006

Haiku #4

public class Haiku {
public static void main(
java.lang.String args[]) {
}
}

Haiku #3

Mismos patrones.
El autorreferencial,
horrendo haiku.

Haiku #2

Quedan en tierra
grandes aves de acero.
Air Madrid quebró.

Haiku #1

Teclas y letras,
la luz de la pantalla.
¡Es un programa!

Arrepentimiento

Le he ofrecido a mi buena amiga Martha escribir sobre el arrepentimiento. Ahora estoy frente a la hoja y me arrepiento de haberlo hecho, pues nada se me ocurre. Pero veamos: parece que esa es justamente la hebra de la madeja.

¿Qué es? ¿De qué se trata? ¿Con qué se come? ¿Por qué es importante? Porque es un atentado contra el propio ego. Es la primera manifestación de decepción. El camino del arrepentimiento siempre conduce a un uno mismo más pobre, más estúpido, más ilegítimo: más imperfecto, de alguna manera. No es el error puro y duro, que procede de una decisión mal tomada. No es el fracaso, que con una capa entérica se puede tragar y es alimenticio. ¿El arrepentimiento más puro? El que se deriva de dañar a los seres amados. ¿O es de decepcionarlos? Mágico, maravilloso espejo éste, que permite una visión tan cercana y clara del propio esqueleto ético. ¿Pero es real mi interpretación?

Dicen algunos sabios del quehacer cotidiano que no debe uno arrepentirse, nunca, de nada. Que la vida es una, que la intención es lo que cuenta, que las buenas obras valen como tales en cuanto se emprenden. Dicen otros sabios que no debe uno caer en la tentación del arrepentimiento por lo impráctico de su carácter. Dicen, y me parece que algo de razón llevan al hacerlo, que la energía que uno ocupa en arrepentirse podría aplicarse a tratar de corregir el entuerto o, en todo caso, a tratar de huir con rumbo a un siguiente intento.

Digo yo, sin embargo y atrevidamente, que el arrepentimiento es un ingrediente importante en la mezcla que une entre sí a los ladrillos de la estructura moral. Parece que si uno no se arrepiente entonces podrá dormir tranquilo, proseguir en una lucha personal más eficientemente, sufrir menos. Pero dormir a pierna suelta es inhumano. Esquivar la angustia, volverse grandes maestros de la indulgencia, mantener seca la almohada por consigna, son síntomas de un mal de evasión. Digo yo, trepado en mi atrevimiento, que esquivar los golpes del arrepentimiento es como mantener un retrato de uno mismo en el armario, envejeciendo. O es como dejar pasar una oportunidad de reconocerse, para lo que tal cosa valga.

Reconozco dos formas de enfrentar la lucha con el propio pasado. El combate y la huida. El combate sin duda cobrará su cuota, y elevada. Cicatrices y amputaciones, recuerdos amargos. Miedo. Mucho, muchísimo miedo. La huida es la forma preferible para los epicúreos, sin duda, pero es improbable que esa huida pueda prolongarse indefinidamente.

No es cuestión, desde luego, de coger un látigo o un cilio y aplicarse a la autoredención a través del sufrimiento. Como si no fuera sufrimiento suficiente el arrepentirse de algo, como si el arrepentimiento no fuera un indicio de un cambio en uno mismo, de un crecimiento. Sufrir para otros es inútil o, cuando menos, muy poco fructífero. Es cuestión, en todo caso, de arrepentirse dignamente, de sufrir, de aprender a llevar dignamente la cojera espiritual.

¿Quién merece la indulgencia? ¿Cuál es el toro al que se indulta? ¿Qué gladiador, aún vencido, habrá de seguir combatiendo? ¿Quién es digno de indultar, y quién de ser indultado? ¿Quién es el «auténtico» cuya autenticidad le ha de ahorrar el sufrimiento? Sin duda yo no.

Una personalísima reflexión, dedicada con cariño a Marthiux. León, España. Veinticinco de diciembre de dos mil seis.

miércoles, diciembre 20, 2006

Padre Tiempo

Padre Tiempo: te ofrezco mi ruina, mi decencia, mi cuerpo maltrecho. Escancio a tu salud mis humores, servidos en mi propio cráneo. Mi libertad inexistente es toda para ti, mi dolor de espalda y mis ojos irritados. Te entrego mis miedos, múltiples y potentes. Anda, llévatelos, pues ya no los necesito. Estoy colocando a tus pies, humildemente, sobre mi propia piel, mis órganos: para que elijas los que te apetezca devorar hoy.

Pronuncio lentamente las seis letras de tu nombre, usando el agua de mi boca sedienta, mi fango interior, mi virtud, mi esclavitud y fantasía. Mi cabeza lisa por ambas caras, cansada de ser un yunque sin martillo, un martillo sin clavo, un clavo sin madero, un madero sin cristo, un cristo sin audiencia, una audiencia sin mago, un mago sin chistera, una chistera sin conejo, un conejo sin zanahoria... Mi cabeza, lisa por ambas caras, sí: agujero negro cuyo horizonte de eventos nos impide saber si estoy vivo todavía, si por dentro tengo un gran vacío o aire a presión, si soy genial o un completo imbécil. Y digo «nos», orgulloso de mi humildad, la gran puta. De lo que siento busco arrancar la inefabilidad, aunque en ello pierda las uñas, los dedos, las manos.

He abierto antes de lo debido el regalo que me hiciste, padre Tiempo. Camino por la calle con elegancia. Bebo tinto en vaso, mastico salchichón y queso de oveja. Me anudo la corbata con un nudo sencillo. Llevo euros en la cartera y me siento relativamente seguro, lejos como estoy de los gringos. Pero en mi corazón no he dejado de ser un vulgar turista. Leo sobre la guerra civil, pero me pregunto si habría sido yo capaz de enfrentar al enemigo con un fusil en las manos, o mejor aún: sin él. Con frío, con hambre, con dudas. ¿Hubiera puesto yo a mis hijos en un barco, rumbo a las Américas, o a donde fuera, con el corazón encogido por la certeza de no volver a verlos (como has hecho tú tantas y tantas veces, maldito seas)? ¿Hubiera tenido los cojones para ponerme a escribir, para seguir haciéndolo? ¿Para dejar de hacerlo? ¿Hubiera podido escribir con los pulmones hasta perderlos, como Miguel Hernández (toda proporción guardada)? ¿Hubiera podido compadecerme de mis verdugos, como Federico García? ¿Hubiera sido consciente de mi momento histórico, o un espectador arrastrado por los acontecimientos? ¿Hubiera sido un gran hombre, o sería yo mismo?

Practico mi acento. Practico también mis modismos, mi manera de esgrimir y arrojar burlonamente las ces y las zetas, convirtiéndome en un engendro ilocalizable. Me integro poco a poco, o bien me impongo, haciendo de los hispanos las víctimas de mi presencia, hasta que se vuelvan ciegos a mí, sordos a mí. Me pongo una boina en la cabeza, pero mi corazón sigue latiendo al ritmo latinoamericano que le imponen sus larguísimas raíces: no he dejado de ser un vulgar inmigrante. Leo sobre el gran godo Pelayo y presencio en silencio su coronación, en una pequeña capilla escondida en la bucólica cordillera cantábrica. Y me pregunto si hubiera podido yo seguirlo, con un puñado de bravos, a la imposible misión de reconquistar los reinos de manos de los árabes. Es cierto que esos paisajes son el escenario ideal para cualquier gesta heroica: se puede sentir la presencia de los dioses; pero ¿hubiera sido eso preferible a la pacífica alternativa? ¿Existía tal? ¿O es que tales dudas simplemente no tendrían lugar?

Mi México querido también tiene sus guerras. Como siempre, para los poderosos los pobres no son mexicanos, ¡pero qué útiles son, los canijos! Como siempre, los poderosos poseen el monopolio de la inteligencia y de la historia. Pero la distancia, ¡oh, la distancia! ¿qué sería de la perspectiva sin ella? La distancia me entrega en una argentina bandeja la nueva visión de los vencidos. ¿Por qué no me embarqué en esa guerra mientras estaba allá? ¿Por qué no me arranqué la ropa, como San Francisco, para seguir un llamado? En resumen: porque no hubo tal llamado. Porque tantos árboles me impedían ver el bosque, como dicen los silvestres. Porque para estar entre los defensores hay que tener armadura, caballo, espada, lanza... y todas esas costas cuestan. Porque al primero en salir al frente le toca la única bala. La maravillosa maestría de los poderosos estriba en mantener un delicado equilibrio: estar eternamente al borde de la revolución. Cuidado, señores del privilegio: ya casi se cumplen los reglamentarios cien años.

Salgo a un bar del húmedo. Pido un Bierzo y lo bebo poco a poco, intercalando los tragos entre las mordidas que le asesto a mi breve tapa. La gente a mi alrededor quizá no disfruta de la aglomeración, del contacto, pero al menos es seguro que no se molesta al respecto. Trato de emularlos, no sin alguna dificultad. Subo mi delicado pie al estribo, recargo mi delicado codo sobre la barra. La gente fuma, yo fumo en consecuencia lo que ellos exhalan. La gente grita, yo enmudezco en consecuencia. La gente se ausenta mientras permanece, yo irrumpo en sus hogares mientras no están. Bebo de sus venas, como de sus sesos. Reposo instalado sobre sus turcas sillas, yo los fumo a ellos sin intervención de mis alveolos. Pero a mi propia historia no la he de erradicar, a riesgo de perder el nombre y la perspectiva. Mi historia es de treinta y siente años de mexicanidad, y eso es bueno. Leo sobre Rodrigo, y puedo verlo, desamparado pero autosuficiente a la muerte de Sancho. Me pregunto si mi corcel se hubiera llamado «Babieca», o si hubiera aceptado otro, el recomendado por los hombres que saben de caballos. Me pregunto si mi espada se hubiera llamado «Tizona», o si hubiera sido para mí, simplemente, una espada más. Me pregunto si -llegado el momento- me hubiera vuelto mercenario a sueldo de los árabes, o si hubiera inventado una moral externa y ajena, entregando mi lealtad y mi vida a los cristianos. Pero de haber estado ahí... no estaría aquí. ¿Cierto?

Así pues, pregunto: ¿cuál es mi momento? ¿Cómo se conforma y cuál es mi papel en él? ¿Tengo elección? Y perdón usar un lugar tan común que ha dejado de serlo: ¿existe el destino? ¿Es importante saberlo? ¿Es importante saber algo, cualquier cosa, lo que sea, carajo?

Padre Tiempo: arrúllame al compás de las olas del mar. Cobíjame con hojas de otoño. Sopla en mi nuca y en mis rodillas el mismo viento frío con que infundes paz en el corazón de los griegos, encaramados en las Termópilas. Acalla con tu eterno silencio mi grito desgarrador: deja que salga mi último aliento, mi última lágrima, mi última gota de sangre derramada, coagulando ante mis propios ojos. Y luego nada: luego el frío, el silencio. Luego, de repente, todo tendrá sentido nuevamente. Y será como si nunca lo hubiera perdido.

León, España. Diciembre dieciocho, dos mil seis.

¿Quién?

¿Quién?

No quién soy, esta vez no. No quién eres, ni quién fue. Simplemente: ¿quién? Yo lo sé, ya lo sé: algo falta. Qué vanamente seguros estamos, al parecer, del significado de las cosas. El lenguaje es causa y efecto del pensamiento, de lo social, de lo humano. El atentado de renunciar al lenguaje es, entonces, inhumano.

Quién, noción abstracta, veta a explotar para extraer el mineral poético. Alguien cruzó el mar buscando. Y no soy yo. Alguien lo cruzó hace sesenta y nueve años, y en la dirección opuesta. Alguien que en ese viaje portaba el nombre de Pedro Garfias escribía:

España que perdimos, no nos pierdas;
guárdanos en tu frente derrumbada,
conserva a tu costado el hueco vivo
de nuestra ausencia amarga

que un día volveremos, más veloces,
sobre la densa y poderosa espalda
de este mar, con los brazos ondeantes
y el latido del mar en la garganta.

[...]

pueblo libre de México:
como en otro tiempo por la mar salada
te va un río español de sangre roja,

de generosa sangre desbordada
Pero eres tú esta vez quien nos conquistas
y para siempre, ¡oh vieja y nueva España!


¿Quién escribió esos versos? ¿Fuiste tú? No fui yo, no recuerdo haberlo hecho. ¿Fuiste tú? ¿Por qué no? Lo único que te separa de haberlo hecho es la imposibilidad de haberlo hecho. Lo único que me separa a mí de haberlos escrito es que no lo hice. Pero hoy, al descubrirlos, al leerlos, tuve que enjugar mis ojos. Desde ese momento son míos, como si los hubiera escrito yo mismo.

Tengo una herida, que se agranda día con día, por la que sangra mi alma. O sangraría si existiera, si aún quedara rastro suyo tras el largo drenado. Y por esa llaga que no cierra lo que queda de mí es un contenedor vacío, un idiota que se mira ante un espejo y cree recordar que... no lo sé, algo recuerda. Recuerdo que me angustiaba ante la vacuidad de carecer de una esperanza. Lloraba porque mi destino no era trágico, porque el sentido de la existencia no había sido puesto de manera patente frente a mí. Maldije a los dioses porque me hicieron llegar al teatro de la vida cuando ya la representación había concluido. Tarde, como siempre, ajeno, como siempre, ignorante y francamente superfluo, como siempre.

Hoy iré a la cama sin sueño, lo que sin duda me ganaría una maldición de Sabina y el desprecio de Benedetti. Y mi propia maldición y mi propio desprecio, si de algo valen.

¿Qué me falta? Una dosis de sentido. Un motivo, un éxito, una esperanza. Un milagro, una bella muerte, una palmada en la espalda. Un viejo auto convertible, quizá, y mi juventud restaurada. Un vaso de vino, pan y queso, y la sorpresa ante lo bien que combinan. La paz. Me hace falta la paz. Acallar al pequeño monstruo que llevo en mi interior, a la vocecita que me dicta la línea de mis ideas. Mi inocencia. Extraño a mi inocencia. La magia de la magia. Es raro que el sentido tenga tanto que ver la falta de sentido. No tiene sentido, y por supuesto que lo tiene.

¿Qué me falta? Una dosis de locura. Una incertidumbre, un cansancio auténtico, un dolor a fondo. La serenidad, el vacío, una risa que sea una canción y un lamentable aullido. Tener aquí a la mujer que por ser mía es inasible, inalcanzable, incomprensible. La cercanía de la muerte, y la sabiduría que siempre llega demasiado tarde (igual que yo). Una canción que me haga llorar, aunque tenga que avergonzarme. Sí: la paz. Me hace falta la paz. Encender una hoguera interna, caliente y soberana, luminosa. Bailar a su alrededor hasta caer agotado, olvidarme del mundo. Bailar al ritmo de una música que no puede hacer ningún ser humano. Y la promesa de trascender. Extraño la promesa de transcender, bálsamo oloroso para el corazón. Añoro el tiempo en el que yo era eterno.

¿Qué me falta? Una dosis de tiempo. Volver a sentir en mi cuerpo el frío de una cota de malla y el peso de la espada. Volver a creer en el de alma grande y caminar incondicionalmente hasta el mar. Volver a orinarme frente a un pelotón de fusilamiento. Volver a tallar una Venus, inmensamente gorda e inmensamente fértil, sin preguntarme sobre las causas. Volver, obediente, a clavar a un judío en una cruz. Volver a ser clavado boca abajo a otra cruz. Volver a volar un aeroplano en Kitty Hawk, o asesinar de nuevo al archiduque. Pero mi tiempo es mío, y por lo tanto no lo es. Lo mío está en otra parte. Viajo entre América y Europa en un cómodo avión, cómodamente sentado, cómodamente leyendo, cómodamente bebiendo un whiskey o cómodamente rasćandome un testículo. Eso no es una conquista, ni una huida. Es un viaje; es decir, es una permanencia. Es desplazarse sin salir de casa. Es comprar 250 g de conquista en la tienda de la esquina. Es sentirse poderoso al salir del cine, es sentirse armónico y melodioso al salir de un concierto. Es robar el mérito a los verdaderos ladrones: los que arrancan a la vida trozos de significado, con los puros dientes. Es poner carita lastimera, indigente como soy de la historia.

¿Qué me falta? Que alguien vierta veneno en mi oído, o me apuñale en una bañera. Correr desnudo y de noche por el bosque, perseguido por los lobos. Que algo me haga falta. Y saber con certeza qué es. O decidirlo: ¿quién sabe? ¿Quién?

León, España. Diciembre diecisiete, dos mil seis.

Milagros

Tiempo de milagros. El tiempo de hacer milagros ha llegado.

Es tiempo de inventar un continente, ponerle nombre, ir a conquistarlo. Es momento de llevar regalitos a los nativos (¿de qué color los haremos?) y enseñarles la verdad de la fe.

Hoy toca aumentar el panteón. Crearemos un dios, lo nombraremos con un nombre hermoso y lo declararemos dios de todo lo que no tenga un dios. Y su primer profeta en la Tierra será (o habrá sido) Bertrand Russell.

Para entretenernos, hoy pasaremos toda el agua del Atlántico al Pacífico, y viceversa. Usaremos seis vasitos desechables de papel para la labor. O subiremos a patear las estrellas, para que junto con el polvo caigan algunos ángeles. Los raparemos, y con el cabello haremos bocaditos.

Acabo de decidir que soy inmortal, y que lo seré mientras viva. Al mismo tiempo, Thom Yorke me dedica una canción llamada «go to sleep (little man being erased)». Mr. Yorke ya adivinó mis intenciones, ya sabe a dónde me dirijo, y trata de evitarlo. El pobrecillo está, sin embargo, en una posición débil. Parece que no se ha dado cuenta de que yo soy quien tiene el control remoto. Él puede, con su música, tocarme el alma; puede, con su voz, conducir el hilo de mi pensamiento. Pero yo puedo, con sólo pulsar un botón, acallarlo por completo. Es el poder más absoluto, el más humano: el poder de la destrucción. ¿Quién es más poderoso? ¿Verdad que yo?

Estoy cansándome de los milagros sin sentido. Es tiempo de hacer algunos milagros útiles. Comencemos con algo realmente prodigioso; comencemos con algo cuya imposibilidad destruida gane adeptos para la religión que pienso inventar. Vamos a crear un ángel a partir de la nada (o casi nada). Un ángel incorpóreo, por supuesto, hecho de amor solidificado y vuelto carne. Y para redondear el prodigio, haremos que el ángel sea amoroso. Y su nombre será Sofía, y a partir de hoy será quien ilumine mi vida. Este ángel será fuente de significación. Sí: Sofía será su nombre y su destino.

¿Y después? Buscaremos replicar el milagro, y fallaremos. O mejor aún: sin buscar replicar el milagro, lo lograremos. Crearemos otro ángel. Veamos: uno que sea capaz de patearme las pelotas, abrazarme una pierna, invitarme una cerveza, cargarme a cuestas cuando caiga yo herido y arrojar sin llorar un puño de tierra sobre mi cadáver. Será un ángel polifacético, y estará hecho de voluntad. A éste lo nombraremos Bruno, y será quien otorgue rumbo a mis últimos días (que comienzan hoy, por cierto). Será el timonel, el kubernetos.

León, España. Diecisiete de diciembre de dos mil seis.

El pasado se ha ido

Llevo demasiado tiempo tratando de ser explícito. Sintético, concreto, ágil y moderno. Tratando de estar a tono con la sociedad contemporánea. El pasado comienza a aburrirse en mi presencia pues yo lo ignoro por sistema. A punto de marcharse, lo detengo, lo llamo: «¡no te vayas! No quiero ser un hombre sin pasado».

¿Qué qué me contesta, el pasado? Me dice que me vaya «a tomar po'l culo». Así que obedezco; guardo silencio y lo dejo partir. Una cosa más que dejo en el camino, sin quererlo, como el niño que en un descuido deja caer su caramelo por la borda del barco, o que suelta su globo, y llora: un poco por el incomprensible desconsuelo, otro poco porque sospecha que esa es la moneda de sobornar a sus padres y conseguir otro globo.

Pero el pasado traiciona su causa de crueldad. Me abandonó, pero se me sigue insinuando: en el sorbo de café, en la melodía que me obliga a mover el cuerpo, a punta de compases. Soy un tío sin historia, que se pasa las horas mirando por la ventana, tratando de ser adoptado por las historias de los otros. Pero los otros también han cortado (quizá sin siquiera saberlo) sus amarras con el continente de las causas y de los efectos.

Un anciano camina por la calle, en la acera de enfrente. Me gusta pensar que es un sobreviviente. De la guerra, por supuesto. O no: de la monotonía. Quizá de sí mismo. Lleva una tradicional boina, un tradicional chaleco y un tradicional gesto centenario, instalado sin pedir permiso sobre el arrugado rostro. Pero mi visión es la de un romántico: en realidad el tío ni es sobreviviente, ni tiene una interesante historia, ni porta la boina, ni el chaleco, ni el rostro. Simplemente es un anciano que salió a comprar pan y no lo sabe.

León, España. Diecisiete de diciembre de dos mil seis.

A dormir

Arrepintiéndome antes de pecar. Así estoy ante la hoja en blanco. Saboreando mi cobardía, imaginando qué cosas podría expresar si me atreviese. Refugiándome en la sensatez de la razón, enemiga del corazón, pretexto perfecto para dejar de hacer las cosas que tienen un precio.

Medianoche es ya. Estoy rompiendo mis votos de silencio, durante tanto tiempo respetados, y el insolente reloj se atreve a recordarme que es media noche. Que mañana hay que salir temprano a trabajar, que debo ser profesional, que mis locuras poéticas las pagaré muy caras cuando salga el sol vengador. Y yo pienso que será otro quien sufrirá el día de mañana. Otro yo, si se quiere, pero otro. El yo de ahora, irresponsable, irreverente e irrelevante, está muy a gusto rescatándose del vacío. Bebiendo «casera», escuchando música, buscando palabras y frases, aceitando los engranes, el yo de ahora está más inquieto por los vínculos con el yo de ayer que con el de mañana. ¡Que se pudra, el yo de mañana!

¿Es mi imaginación, o las sirenas cantan en mi cama? Un bello canto me convoca a mi cuarto, a mi cama de sábanas de franela. La tentación de abandonar una silla dura, cerrar los cansados ojos, recibir el acogedor abrazo de Morfeo... es fuerte. Me parece que cerraré por hoy la fábrica de letras. Ojalá que mañana pueda abrirla nuevamente.

León, España. Diecinueve de diciembre de dos mil seis.

martes, diciembre 12, 2006

El mayor mal de nuestros tiempos. O quizá no. ¿O sí? No lo sé. Creo.

La verdadera maldición de la sociedad (urbana) contemporánea no es el stress, ni la contaminación, ni las enfermedades, ni la delincuencia. Es el absurdo requerimiento de llevar la ropa planchada.

Planchar la ropa es una actividad que repudio de tal manera que estoy comenzando a pensar en dedicarme profesionalmente a ello. Suena paradójico, pero en realidad lo es.

Para comenzar: ponerme a planchar la ropa, abandonando tantas otras cosas que podría hacer, como leer, programar, poner un post en mi blog, y muy particularmente cuando el objetivo último es cumplir una norma social que me parece absurda, requiere fuerza de voluntad. Es un buen ejercicio de disciplina, o (no lo quiera dios) de enajenación.

Una vez plancha en mano, la impenetrabilidad de la tarea la vuelve casi inabordable. ¿Qué puede haber de mayor dificultad que hacer pasar un objeto tridimensional, plegable, flexible y -sobre todo- arrugable entre dos superficies planas (una de ellas peligrosamente caliente) con la única finalidad de hacer desaparecer las arruguitas? Se plancha una manga mientras la otra, la recién planchada, se vuelve a arrugar. Al final se vuelve un ejercicio también de discernibilidad del éxito. No se ha terminado de planchar una prenda cuando ésta se encuentra perfectamente lisa, sino cuando lo parece.

Durante el proceso, la mente diverge (al menos la mía) y se aplica en dos grandes grupos de ideas. Por una parte, la necesidad de crear métodos de planchado. De identificar las variables del planchado, y de dominarlas por medio de la técnica para facilitar el resultado. Por otra parte, la oportunidad de divagar ante ese mar de tiempo que debe aplicarse a cada camisa, junto a los sendos mares de tiempo de los pantalones. Pues más otra cosa no plancho, sépase. Así que la ocasión de ser simultáneamente pragmático e idealista resulta fascinante, quizá en la medida en que la observación de tal oportunidad es autoreferencial: es ella misma pragmática (para no perder el tiempo) a la vez que idealista.

Finalmente, pero no por ello de menor importancia, está la lección de humildad derivada de hacer esto por uno mismo. La plancha plancha la ropa, y plancha las categorías. Desarruga las ideas, las propias y las ajenas. Desarrugo las axilas de mi camisa y en la misma pasada desarrugo mi cisura de Rolando. Y desarrugo un poco mi ego, para que quede un poco presentable. Plancho mi propia ropa, y me siento orgulloso, y me parece que nadie de sufrir esto por mis camisas y mis pantalones.

Si, en definitiva: si planchar no fuera tan difícil, sería más fácil hacerlo. Y entonces sí que me dedicaría a ello.

lunes, diciembre 11, 2006

De las causas

Hoy, al regresar a casa, luego de trabajar, caminaba sobre un puente peatonal que atraviesa el río Torío. Yendo, como iba, solo, aproveché para detenerme un momento, a disfrutar del río. Limpio, abundante. Un pato por aquí, otro por allá.

En ese momento las causas comenzaron a delatarse. Las causas de mi esfuerzo por migrar, quiero decir. Pensé en mis pequeños. Pensé que quiero que crezcan en un lugar en el que la palabra «río» suene a «agua», la palabra «agua» a «pureza», y que la «pureza» no tenga que venir en envases de plástico.

¿Cuáles son los ríos que yo conozco, con los que yo crecí? El Río Churubusco. El Río Magdalena. El Río Mixcoac. Ríos todos ellos que sólo conducen agua cuando llueve, ríos cuyo cauce es de asfalto, y cuyos rápidos son los autos (si tienen mucha suerte). El Río de los Remedios, que creo que sí tiene algo de agua todavía, pero en un estado más lamentable que los ríos virtuales, históricos y totalmente falsos.

Más de los ríos de mi infancia: el Río Ebro, el Río Guadalquivir, el Río Balsas, el Río Rin. Todos ellos me parece, en la colonia Cuauhtémoc. Pero no para la infancia de mis hijos. Quiero que mis hijos crezcan en un lugar en el que los ríos están hechos de agua, se pueden tocar y quizá, si el clima lo permite, hasta se pueden usar para nadar.

Esto no explica completa y exactamente por qué nos estamos yendo del país, pero sí que explica por qué estamos huyendo de la «ciudad de la esperanza».

Esperanza inútil, flor de desconsuelo: ¿por qué me persigues en mi soledad?

Hay cosas que pueden fallar y fallan. Y punto. Y hay otras que de fallar se convierten en fracasos. Rotundos, estruendosos, tremendos. Finalmente hay cosas que no pueden fallar.

Primeros plagios

Vamos a ver, vamos a ver... veamos: como mi máquina de hacer palabras tiene pánico a la hoja en blanco, creo que mejor voy a plagiarme a un tal Bruno, que en febrero 14 de 1997 escribía lo siguiente:
En algún momento del año 1995 (creo) perdí la voluntad de escribir. Si quisiera nombrar traición al hecho, bien podría ser yo el traidor, o las palabras. Mejor dicho: las ideas. El caso es que perdí el asombro, la necesidad de expresarlo y la capacidad misma de hacerlo, todo a la vez. Y sin darme cuenta de ello, que es lo peor.

Ahora estoy aquí realmente solo, realmente triste, porque extrañamente la ausencia de motivos entraña su propia destrucción, de la que sólo soy partícipe secundaria, involuntariamente.

Surge primeramente la necesidad, tímida y lenta, madre del asombro; padre a su vez de un humilde pero ineluctable poder, el de acomodar tinta sobre papel de manera que parezca que siempre ha estado ahi. Que me lo parezca, cuando menos.

Retorno involuntario, inconsciente, malherido, a la región más mía: la que muestra alternadamente los paisajes diversos de todas las palabras. A veces majestuoso, potente, vivo. Otras veces desierto, estéril. Pero siempre permeado por la acuciante necesidad de emerger. Necesidad inefable, desesperante. Enloquecedora. Fiel e independiente. Terriblemente serenea. Revitalizante a la vez que condena. Necesaria necesidad necesitando ser necesitada. Dolor bendito. Estoy preñado nuevamente.

Hasta ahí la auto-misiva del '97. Por lo visto llevo ya más de diez años de autocompasión de primerísima calidad. Diez de mantenerme silencioso sin una buena razón. No por carecer de cosas qué decir, sino por negarme los medios de hacerlo. No por que escribir sea algo que de alguna manera me pague, sino porque el no escribir lo pago yo mismo, con un diezmo espiritual.

Estoy aprovechando que Mabelita me ha enviado esta carta entre muchas otras que me son caras al corazón, para lanzar vínculos con el pasado, reconciliándome con él. Aprendiendo estoy a identificar al enemigo, a ponerlo como blanco real, a trabajar en su contra sin matar inocentes en el proceso.

Estoy aprovechando la circunstancia para combatir mi combate previo, el que me acalló, privándome de mi voz. Quiero expresarme aunque no haya nada qué decir, porque la voz es el mensaje, y el mensaje conlleva su propia significación. Soy el mensajero, nada más.

domingo, diciembre 10, 2006

Once a blogger, always a blogger!

Well, it seems I'm about to start posting again. I've been wanting to do it for a while now, but for whatever the reason, haven't been able.

Even though one of the original reasons for starting this blog was to practice the English language, I believe I'll switch back to Spanish. I have a number of things to say, and I feel more comfortable using my mother tongue. I'm nowadays living in Spain, and although I speak Spanish, the culture of Spain I'm trying to assimilate, starting by the language itself and the ways it is used here.

So, from the next post on, I'll start writing in Spanish once again, perhaps inserting an English post from time to time. Please bear with me on this.